Este mismo domingo HBO estrenará la segunda temporada de True Detective, uno de los mayores hypes que nos dejó un 2014 que ha demostrado que las reglas de la televisión pueden cambiar, la CW puede incluso ganar un Globo de Oro y las antologías son uno de los géneros de moda (junto con los thrillers con niños como víctimas o los protagonistas de etnias distintas a la causásica). Algo más tardará en aparecer Fargo, que el año pasado fue definida como la mejor miniserie del año y de los que vienen. Todo un ejercicio de videncia y quizás una carrera profesional equivocada.
A quienes nos gusta la cultura vivimos bajo el constante miedo a la decepción. Y no me incluyo en ningún grupo etilista, ya que no pertenezco a ninguno. Yo, al fin y al cabo, soy un consumidor más de televisión que, por su profesión, intenta abrirse un camino en el mundo del periodismo televisivo, pero ni mi opinión influye a nadie ni pretendo que lo haga. Soy uno más porque lo consumo y lo disfruto y, por lo tanto, me creo expectativas. Me las creo por lo que intuyo y me las creo por lo que veo cuando sé que habrá una continuación, ya sea el capítulo de la semana siguiente o una temporada futura.
Por eso tengo mucho miedo a las segundas temporadas de las series que he mencionado anteriormente. Una porque me ha gustado mucho y otra porque al final no me ha gustado tanto. La primera es Fargo. La comencé con miedo porque semanas antes había visto la película y me había encantado, y no hay nada peor que vivir bajo una sombra y demostrar que no se está a la altura. Reconozco que me costó conectar con ella. Sus primeros capítulos se me hicieron largos y tediosos, lejanos, no hasta el punto de la desconexión pero sí de la distracción. Sin embargo su narración me fue atrapando como sus personajes lo hicieron en la nieve, sin poder ver nada más que los copos cayendo a la velocidad de una ráfaga de viento desastrosa.
Sin embargo, con el tiempo True Detective se me ha quedado como un gran ejercicio de dirección, de realización, de montaje, de interpretación, de atmósfera... Pero que a la hora de la verdad, ni chica ni limoná. Qué socorrido es el refranero para captar sensaciones. Si pongo el retrovisor en marcha y hago memoria de la historia, recuerdo el punto de inicio, su formato de narración, el ya famoso plano secuencia, las caracterizaciones de Matthew McConaughey y Woody Harrelson, las latas de cerveza y los cigarrillos, los líos amorosos y sexuales, incluso el final. Pero no cómo se llegó hasta él. También atrapó, pero no por las razones adecuadas. Cuando rememoro algo que he visto hace tiempo no tengo una capacidad de captación detallista, pero sí puedo labrar esquemas generales. Me es imposible con True Detective. Se creyó tan en la estela de "serie de la que necesitas tomar notas para enterarte" que se le escapó de las manos. Puedo vivir sin recordar todos los tejemanejes de Frank Underwood en House Of Cards porque me interesa su escalada política, pero en un thriller sí necesito saber cómo se ha ido dando cada paso.
En mi cabeza últimamente se repite mucho una frase y es que las formas no pueden justificar la ausencia de contenido. Ese es mi miedo con True Detective: que se le haya subido a la cabeza su buen hacer en tantos campos y que uno de ellos no sea el de la historia. ¿Con Fargo? Que el renovado reparto e historia supongan un descenso calitativo. Vivir con las expectativas es muy duro, pero no solo para los espectadores. Si a nosotros no se nos agrada, difícilmente se puede sobrevivir en esta industria que testa semana a semana. Lo tienen más fácil en el cine, en este sentido: una primera impresión a veces ya es suficiente para cubrir costes y sacarles beneficio.